La solidaridad es un valor que se define como la adhesión a la causa de otros, es decir, a algo que trasciende a los intereses individuales.
A ella se llega por un proceso de madurez psicológica. Por eso un infante no es solidario de nacimiento, sino que se hace solidario en su proceso madurativo si recibe la experiencia emocional adecuada. La necesidad y la carencia naturales con las que nacemos nos hacen depender de los demás para nuestra supervivencia, como fuente de alimentación y de afecto. En ese momento, el otro es alguien de quien tenemos que recibir y al que no podemos dar, porque no es posible reconocer aún sus propias necesidades ni, por lo tanto, ofrecerle nuestra ayuda.
Además del proceso madurativo, a la solidaridad también se llega por un equilibrio suficiente de las propias necesidades, que van desde el imperativo de solo recibir en la infancia, pasando por la fase de dar si me dan, hasta llegar a sentir satisfacción en aportar algo a los demás por una responsabilidad humana, que sería la motivación más genuina de la solidaridad.
La posibilidad cognitiva y emocional más cooperativa de la solidaridad arranca con solidez en la adolescencia y se va consolidando en etapas adultas si las propias carencias y conflictos internos se van dirimiendo de forma satisfactoria a lo largo de la evolución personal. Es muy difícil dar algo desde las carencias, bien sean materiales, afectivas, de seguridad o de salud. Por eso no todas las personas consiguen ese tránsito mental saludable, o lo hacen de forma muy parcial.
Se puede hablar de actos solidarios cuando la motivación real es un convencimiento íntimo de responsabilidad fraterna que nos impele hacia los derechos humanos, por concretizarlo en algunos principios universales que son logros de nuestra cultura. La cooperación con estos valores supondrá un sacrificio en tiempo y preocupaciones, así como de renuncias –incluso materiales– cuya recompensa íntima será gratificar ese sentido de lo colectivo. Si la motivación es auténtica y plena, implicará una coherencia generalizada en todos los ámbitos de la vida y permanente, y no solamente, por ejemplo, una respuesta empática tras el impacto emocional de una catástrofe.
La solidaridad sería también la expresión del amor maduro, del sentido de la justicia social y del desarrollo de la conciencia moral que se conquista cuando superamos nuestro propio egocentrismo. Para muchas personas, el sentido de sus actos de apoyo hacia el prójimo proviene de un legítimo compromiso de caridad por creencias religiosas